miércoles, 24 de agosto de 2011

Reflexiones de un fantasmas de la noche I

Un día más llegaba a su fin. El Sol se apagó hace tiempo dando paso al resplandor de las farolas que salpican las calles de la ciudad. La noche llega coronada por diminutas ventanas iluminadas que, paulatinamente, se rinden al hastío de la vida consciente, al sueño, y se entregan a las tinieblas.

Solo unas pocas ventanas resisten a lo oscuro, son las torturadas. Tristes, reflexivas, felices o festivas todas sufren condena como fantasmas que pululan inquietos por los lugares a los que han sido atados por toda la eternidad. Fantasmas de la noche que han dejado algún asunto pendiente tras el día en forma de necesidad o desasosiego. Estos fantasmas de la noche no recorren airados sus castillos, lanzando objetos por doquier o emitiendo sonidos escalofriantes. Simplemente intentan ahogar su vacío. Muchas son las formas de ahogar este vacío, la maldición de los fantasmas de la noche: unos lo logran hundiendo sus miserias en copas cargadas de compañía, soledad, risas o llantos; otros lo acorralan contra las sábanas de la pasión en una habitación cualquiera; y otros lo lastran de razones o pastillas hasta sumergirlo en las profundidades de las que seguro, regresará tarde o temprano.
Personalmente soy un asiduo utilitario de tales, en mi caso, placebos para llenar ese vacío que acosa por las noches a los fantasmas de la noche. Lo necesito porque cuanta más calma haya a mi alrededor, más fácil me será ser consciente de ese vacío, con el que desgraciadamente convivo. Y ese vacío esta ahí, y mientras sólo te asomes tímidamente y eches un vistazo a su interior es soportable. Lo terrible es cuando tropiezas y te precipitas al abismo. Es tan difícil y penoso volver...
No es necesario ser propietario de un truculento pasado lleno de traumáticas experiencias: padres que enarbolan gritos y puños contra sus indefensos retoños, amigos que desaparecen entre los azarosos recodos de la vida o amores ardientes que solo dejan tóxica ceniza tras de sí son una ayuda pero bien es cierto que ese vacío lo provoca tanto el exceso como la falta. Es igual de desolador para un agricultor levantarse por la mañana y ver su cosecha arrasada por continuas riadas y huracanes que asomarse día tras día y comprobar que la tierra que cultivó con tanto esfuerzo es demasiado yerma y estéril para albergar fruto alguno. Mi tierra debe estar resquebrajada por la sequía ya que pocas veces recojo algo que merezca la pena. Muy pocas veces.
Hoy me tocaba soterrar mi vacío con razones. Más bien escusas. Es lo que menos me gusta, pero que remedio. Hoy no hay fiestas, no hay sábanas juguetonas ni pastillas. Ni siquiera una triste película. Malditas teletiendas.

Cada fantasma de la noche tiene su propio vacío. El mio es mi falta de conexión con el mundo, mi falta de apego. También cada fantasma posee su propia forma de apaciguarlo. En noches como aquella, me gustaba abstraerme, mecido por la quietud de las calles somnolientas, y justificar mi existencia: si he obrado en consecuencia con lo que creo que soy y con lo que me gustaría ser. Es en estos momentos cuando nos convertimos en artistas que elaboran su autorretrato. Es autorretrato, no tiene por que ser una representación fideligna de la realidad, es más, debe seguir alguna corriente artística, acorde con la personalidad del pintor, ya que la fotografía del alma no existe, no es algo que se pueda capturar con objetividad. Unos, los más pragmáticos, buscarán el realismo de sus rasgos: lo que todos ven y lo representarán sin adornos. Otros más obsesivos, se entregarán al complejo cubismo y analizarán y plasmarán hasta la extenuación todos los planos existentes desde cada ángulo posible de su personalidad. Los más optimistas, como impresionistas del alma que son, centrarán su autorretrato en el color: puros, saturados, espontáneos, y de temas amables mientras que los inconformistas vivirán el dadaísmo con intensidad, representándose con cualquier elemento extraño e identificándose con realidades tan caóticas como absurdas u originales. Creo que resultaría un avezado pintor abstracto, ya que la abstracción es el arte de los perdidos. Y el de los incomprendidos. Además es un escudo excelente contra críticas ajenas. Si alguien pregunta “¿Que representa eso?” podemos colocar el título que queramos y nadie sabrá lo que de verdad significa. Si es que significa algo. Si decimos: Este es mi autorretrato, de título “chico alegre, feliz y sin problemas”, el resto de personas, ya sean críticos veteranos o simples observadores casuales no podrán rebatirnos nada, ya que nos escudaremos en la abstracción tras la que nos escondemos. Entonces parecería el arte de los cobardes pero por contra, es el de los valientes. Esconder las terribles realidades de tu autorretrato cambiándole el nombre para no hundir en el desasosiego a los que lo contemplan, es trabajo de valientes. También de miedosos pero uno no es valiente si no siente miedo. Sólo los locos no le temen a nada. Hasta los suicidas que ya nada les importa tienen miedos, con la diferencia de que estos ya se han apoderado de ellos.

Pasa un padre con su hijo de la mano. Una extraña hora para pasear ya que la única compañía que encontrarán serán los inseguros pasos ebrios de juerguistas nocturnos, también fantasmas de la noche. Yo no querría que mi hijo mirase a los torturados ojos de los fantasmas de la noche. Querría que durmiese plácidamente y sin preocupaciones durante toda la noche, disfrutando de la única etapa de la vida donde el vacío no existe: la infancia. Debe ser dadaísta.
¿Formaré una familia?, ¿tendré hijos? Eso no es tan difícil, lo difícil de saber es si será por conformismo puro y miedo a la soledad o un sentimiento verdadero de apego y afecto. Muchas veces me da la sensación de que espíritus verdaderamente afines en la vida nunca llegarán a unirse por puro conformismo. Cogemos arena a puñados, frenéticos, para venderla al peso. Cuanta más mejor, y dejamos de lado los destellos de la vida, pequeñas perlas. Muy pocos dejarán de recoger montones de arena en pos de unas pequeñas perlas por las que tendrán que luchar dura y tenazmente sin la certeza de que alguna vez las alcanzarán. Quien distinga una perla entre la arena no la escogerá. Cuando su saco, año tras año, se vaya haciendo más pesado, y vislumbre una perla, hallá a lo lejos, en lo alto de una escarpada montaña, abrazará su pestilente saco de esparto y cerrará los ojos convenciéndose de que no merece la pena abandonar su carga, que vende al peso, para jugársela entre riscos por una perlita. Seria de locos ¿no?. No te engañes, en el fondo sabemos que si, que merece la pena, pero tenemos tanto miedo... .
En la vida se juega al peso. Y la somera arena pesa más porqué está al alcance de cualquiera. Coge toda la que quieras, nunca faltará el tedio y la monotonía. Por ende siempre faltarán perlas. Brillantes pedacitos de cielo que hace que vivir merezca la pena.

Mi pensamiento divaga, planea por las calles y escapa de la realidad por un instante.
Una puerta entreabierta al fondo de un pasillo invita a entrar. El pasillo es blanco, vacío, desprovisto de todo adorno. Al coger el pomo de la puerta, me fijo en que esta luce una simple placa de letras blancas que anuncia: “Sanitario de ánimas”. Cruzo el umbral y detrás de un bello escritorio de marfil, se asoma un hombre tras desordenados montones de papeles que toquetea sin cesar.
-Siéntese, sólo será un momento, hasta que ponga un poco de orden.
Tras unos minutos de idas y venidas entre las montañas folios que adornaban caóticamente su mesa, el “sanitario” (por la placa suponía que así sería), se detuvo en uno que leyó con atención. Levanta la cabeza y mirándome apenado me dice con voz grave:
-Amigo mío, tras consultar los resultados de sus pruebas, puedo asegurarle que lo que usted sufre es de un mal llamado “indolencia aguda”.
El médico de ánimas es una novedosa especialidad dentro de la medicina así que con un tono de sorpresa pregunto:
-¿Cuáles son los síntomas?
Con gesto serio y mano en el mentón el doctor responde:
No Me entienden. No Los Entiendo. Habitualmente No Me Llegan. En casos graves No Me Importan.
-¿Existen pastillas contra eso?- Pregunto alarmado ante unos síntomas tan desconcertantes.
-Espero estar vivo cuando las fabriquen- Contesta lacónico el doctor mientras sacude la cabeza.- Pero hoy en día no hay un remedio definitivo contra este mal. Deberá seguir un tratamiento intensivo de experiencias, lugares y sensaciones. Una vorágine existencial distraerá tu ánima y la alejará de su enfermedad.
Le miré abatido por la dureza del tratamiento. Una vorágine existencial seria extenuante.
-¿Qué pasará si no sigo el tratamiento?
El médico no responde al instante. Se levanta de la silla donde dicta los “veredictos” y se dirige a la ventana. Mira a través de ella y dándome la espalda responde:
-Pena. Una horrible pena, cada vez más profunda. Pena por no poder sentir como los demás.

Con un parpadeo regresé a la realidad.
Lo cierto es que así fue. Salía de casa en cuanto podía. Conocer a gente fue lo que mejor se me dio para el “tratamiento”. Pero tenía una limitación: cuanto más le importaba a esa persona, cuanto más apego sentía por mi, más tenía la enfermiza necesidad de alejarme de ella. Me dolía importar a una persona y no poder corresponder ese sentimiento de una forma sincera. Me sentía un farsante, un actor representando un papel que odia con toda su alma. Se que tampoco obré bien, ya que soy un adicto al juego, y un jugador compulsivo que juega con crédito ajeno a veces termina hundiendo a su ignorante mecenas, dejándolo en la ruina y con la titánica tarea de reconstruir su mundo. Así que tras un par de jugadas arriesgadas con fatal desenlace decidí hacer pequeñas apuestas, un poco por ahí, otro poco por allá y algo más por aquí, pero siempre retirándome a tiempo. Me gusta jugar con la gente y que jueguen conmigo. Es más necesitaba este juego y el resultado fue una noche tras otra de diversas apuestas: veinte a la bella sonrisa, cinco a los ojitos azules, diez a las mejillas coloradas y treinta a los tacones interminables. Si, creo que había obrado en consecuencia además, ¿quién necesita empeñar su corazón a una sola mano para luego verse en la calle?. Estaba cómodo con mis numerosas y pequeñas apuestas. Jamás lo perdería todo en una mala mano. Aunque claro, jamás ganaría algo significativo.

Poco a poco se me cierran los ojos bajo el yugo de unos párpados cansados y termino por derrumbarme de cualquier manera en mi desgastado sillón. Apago la luz y caigo rendido al sueño. Una diminuta ventana iluminada menos en la ciudad. Un fantasma de la noche menos por el que preocuparse.

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