miércoles, 24 de agosto de 2011

Reflexiones de un fantasma de la noche II


Otra vez me encuentro ante la ventana. Pero es una ventana nueva sin el oscuro marco de la apática reflexión, sino con uno nuevo, de ángulos vibrantes, y con una perspectiva desconocida para mi hasta la fecha. Ya no es la ventana de un fantasma de la noche, ya que esta vez la falta de sueño no está provocada por un vacío que me oprime el alma, sino por la emoción de una oportunidad de llenarlo. Esta novedosa sensación me agita. Mi expectación es máxima.

Como muchos otros ex-fantasmas de la noche, mi historia comienza con una chica. Esto no era una novedad para que negarlo, lo de conocer chicas era algo “común” en mi vida. Lo que no era tan común era la necesidad que tenía de no abandonarla, de seguir con ella otro día más. En un principio no me hice muchas ilusiones la verdad. Suponía que acabaría, como otras antes que ella, en un tenso y desconcertante cruce de palabras o en una espera interminable en algún lugar al que yo nunca acudiría por no hacer más grande la herida. Pero no fue así, los días pasaban y cuando sus delicadas extremidades me envolvían y se fundían en tiernos abrazos interminables, el tiempo se paraba y no quería estar en más lugar que ese, apretándola contra mi pecho y no dejándola escapar por miedo a que volara. Los días pasaban y cuando sus labios juguetones danzaban traviesos al son de alguna dulce canción (por supuesto elegida por ella ya mi sentido crítico es casi inexistente) menos tiempo podía pasar sin ellos, sin consultar sus finas curvas o escuchar las palabras bonitas que emanaban de ellos y me arrullaban cariñosamente. Los días pasaban y su alegre parloteo no me cansaba, sino que pasaba a ser algo mio, algo precioso que guardaba, algo familiar que necesitaba escuchar para sentirme sosegado. Sencillamente los días pasaban y no quería abandonarla. Pero seguía sin tener demasiadas expectativas. El verano estaba a la vuelta de la esquina y uno ya sabe lo que eso significa: una mezcla explosiva de distancia y fiesta. Este es el peor caldo de cultivo para una relación, y en especial una que estaba naciendo. Nunca he sido muy optimista en las relaciones, es más, siempre me he quedado con lo negativo. Ahora comprendo el porqué: Uno siempre tiende más a mostrar su cara negativa. Esto es porque, mientras se es feliz con otra persona, no te hace falta ningún apoyo, ya que estás completo, feliz y en paz. Una vez me preguntaron en que consistía la felicidad y yo respondí: “La felicidad es el hallazgo de lo buscado”. Cuando eres feliz dejas de buscar y disfrutas de lo que tienes. Ya no necesitas compartir ni debatir esa felicidad, simplemente disfrutarla con el objeto de la que emana. Además pensamos que si contamos toda nuestra dicha, los demás nos acabarán mirando con envidia o desinterés (claramente provocado a fuerza de autosugestión por la envidia). Envidia por la curiosa característica humana en que la felicidad propia nace de la pena ajena y la pena propia nace de la felicidad ajena. Esto se asienta en el principio comparativo de la humanidad envidiosa: la obsesiva y tendenciosa obcecación por confrontar nuestra realidad con la de otros seres. Así pues, el ser feliz se guarda solo para sí su perfecta realidad. Y no nos engañemos, quien pregona a los cuatro vientos su felicidad, en el fondo la sigue buscando desesperadamente, ya sea en el reconocimiento o en la envidia ajena. Sólo cuando las aguas turbulentas te cubren por completo y amenazan con zarandearte contra las letales rocas de la tristeza acudes, mostrando todas tus miserias, a aquellos en los que confías para que te echen un cabo y te sientas más querido. Aliviamos nuestra carga en los demás antes de que nuestros hombros se hundan o nuestras piernas cedan de dolor. Pocas personas se guardan su dolor para sí mismos, enfrentarse a ellos en soledad es harto complicado. Nunca viene mal una ayuda, un corazón sano que ayude a equilibrar la balanza del herido. Pero no se dan cuenta que ese corazón que les cuida, que limpia sus lágrimas y sus heridas, que aleja su soledad y le da sentido a su latir, queda afectado por el sufrimiento de su amigo enfermo. Es por esto por lo que la gente no suele mostrar los momentos de felicidad y si los de pena y es por esto por lo que yo desconocía esos momentos por los que merece la pena luchar.
Una noche llamó, inquieta y agitada, espoleada por el desconcierto de no saber que lugar ocupaba en mi vida. Fue una conversación realmente tensa e incómoda, ya que no quería dejar nada definido por no prometer nada que no pudiese cumplir. Pero, al mismo tiempo, no quería abandonarla. Tenía algo, pequeño si, pero precioso y no quería que desapareciese. Tenía una perla y quería luchar por ella. Odio esos momentos porque jamás he estado seguro de lo que quiero. Más tarde me preguntó cuando era el momento de abandonar a una chica y yo la contesté que cuando empezaban a plantearse la relación. Pero plantearse la relación en el sentido de darle forma, de definirla y etiquetarla con palabras. A veces las palabras sobran, no son necesarias y solo sirven para limitar nuestro pensamiento. Las palabras nos guían por el camino, pero también nos cierran puertas. Las palabras son la expresión de la razón, no del alma. Y el amor es propiedad exclusiva del alma.

Los sueños, mensajeros encriptados del subconsciente. Ayer soñé algo curioso:

Un hombre pasea por un parque de lindos lirios, de perfumadas rosas y de preciado jazmín. Tiene un aspecto impecable calza zapatos sin lustre, luce corbata jovialmente anudada, y viste americana sin arruga alguna. Colores discretos, que no desentonan ni destacan. Solo hay un detalle que llama la atención por encima de su actitud de distraído paseante: se encuentra rodeado por un aura difusa, una burbuja que difumina sutilmente sus formas.
Como cada día el hombre de la burbuja camina tranquilo. A su alrededor la primavera salta y florece. Se disfruta del cálido sol y se sufre de alergias a partes iguales. Al hombre de la burbuja le da igual, nada le afecta. El alegre griterío de los chavales que corretean por el parque le acompaña. Alegre porque se lo han contado, ya que nada es capaz de atravesar su burbuja. Todo se lo han contado o lo ha visto.
El hombre no recuerda cuando apareció esta burbuja, simplemente tiene la sensación de que le ha acompañado toda la vida, como una segunda piel a la que ya se había acostumbrado mucho tiempo atrás. Se detiene ante una rosa y observa. Sabe que su burbuja le impediría disfrutar de su suave fragancia o acariciar sus tiernos pétalos, sujetar su delicado tallo o deleitarse con su belleza evocadora. Una lágrima asoma por su ojo y resbala triste por el rostro. Y así, luciendo insignia a la melancolía, arrastra los pasos hasta un banco a orillas de un estanque arropado por la maleza y apartado del bullicio dominguero tan característico de los parques en las grandes ciudades. Entonces, el hombre de la burbuja, se sienta distraído largo tiempo con la mirada perdida hacia las cosas que sólo le habían contado. De pronto algo le perturba de sobremanera. Una figura, veloz como una flecha, cruza por delante de él para desaparecer entre la maleza reinante tan rápido como llegó, y aparecer de nuevo ante su vista, sacudiendo las hojas al pasar y dibujando graciosas acrobacias en el aire. Era un gorrión que se entretenía aleteando sus pequeñas alas, dibujando formas perfectas y armónicas, dotando a cara viraje, cada pirueta, de una belleza inusitada. Lo que desorientó al hombre de la burbuja no es el vuelo en si mismo, sino lo que significaba para él. Siempre ha visto estas cosas como son, un simple vuelo, sin más implicaciones que un movimiento repetitivo y mecánico de dos protuberancias recubiertas de un plumaje que le permitían volar. Aquel vuelo además... era hermoso.
El gorrión aterriza con soltura a unos pocos pasos del hombre de la burbuja y le observa atentamente con sus ojitos brillantes. Tras un rato, saltito a saltito, decide acercarse al hombre hasta detenerse en el límite donde comienza la burbuja, acerca el pico hasta rozarla suavemente y presiona, abriendo una fisura en la burbuja. La sorpresa del hombre fue mayúscula cuando, poco a poco, el gorrión fue introduciéndose por la fisura que acababa de abrir y, cuando su cuerpecito estuvo completamente dentro de la burbuja, se puso a cantar. Era la primera vez que algo le llegaba al hombre sin el filtro indolente y apático de su “burbuja”. Era un canto agudo y alegre, no uno de los simples sonidos sin connotaciones emocionales que conocía tan bien.
La melodía embargó al hombre y lo hizo temblar de emoción. Se le erizó el vello de todo el cuerpo al son de los escalofríos que lo recorrían de arriba a abajo y una sonrisa, añorada con deseo, afloró en el rostro del hombre. Una necesidad imperiosa le movió a acercarse, aunque con algo de recelo, temeroso por lo desconocido, hasta el gorrión. Alarga el brazo y extiende la palma de la mano. Sin dudarlo dos veces, el gorrión salta y se acuna dócilmente en su mano. Es cálido, suave, y se rebulle tiernamente jugueteando entre los dedos del hombre. Lo vuelve a mirar con sus ojitos brillantes. Ojitos inocentes, llenos de bondad que le inspiraban un cariño infinito. Tras un rato el gorrión, con un repentino movimiento, salta de su regazo y se escabulle por la abertura de la burbuja que había abierto con anterioridad. El hombre sabía que no podía perder al gorrión, que aquello que despertaba dentro de él , todas aquellas sensaciones y sentimientos que le confortaban el alma no podían esfumarse sin más, entre revoloteos en el cielo, por lo que hechó a correr precipitadamente tras el gorrión. Pero no pudo llegar muy lejos ya que pronto se golpeó fuertemente en la cabeza contra la burbuja, cayéndose aparatosamente contra el suelo. No lo entiende, la burbuja siempre le había acompañado a todos lados, nunca había podido tocar sus bordes y menos golpearlos. Tras limpiarse los lagrimones provocados por el impacto, descubre que el gorrión le mira, expectante tras la burbuja, como si esperase a que le siguiese hasta algún lugar. El hombre, ya sin dudar un instante, agarra los bordes de la abertura provocada por el gorrión y tira con fuerza de ellos. Tras muecas de esfuerzo y algunos resoplidos, el hombre logra agrandar la abertura el tamaño suficiente para poder pasar a gatas y perseguir al gorrión. Asoma la cabeza y al hacerlo la suave brisa lo golpea como un puñetazo, un puñetazo de sensaciones desconocidas que lo deja desamparado e indefenso: una mezcolanza de aromas invade sus fosas nasales, la calidez de los rallos del sol acaricia su piel y los guijarros del camino se le clavan en sus manos. El hombre tiene miedo, mucho miedo, ya que en ese momento se da cuenta de que su burbuja no sólo le impedía sentir, también le protegía. Sabía lo que era el dolor, la violencia, el llanto y la amargura porque los había visto. Y lo que había visto eran personas destrozadas, humilladas, tristes o cansadas de la vida. El no quería sentirse nunca así, no quería sufrir tales atrocidades. El hombre comienza a darse la vuelta, buscando la seguridad de su burbuja, pero se detiene a medio camino: el gorrioncillo está cantando otra vez, con ese canto agudo y alegre. Y otra vez esos escalofríos de felicidad y esa sonrisa resurgen. El hombre suspira y mira al suelo, luego al gorrión y ya sin duda alguna en el alma cruza al exterior y se entrega a lo desconocido. Sabe que podría sufrir, pero también disfrutar y ya era hora de arriesgarse un poco. De dejar atrás su envoltorio y experimentar todo lo que simplemente le habían contado o había visto. El hombre se incorpora ya fuera de la burbuja y, entrecerrando los ojos por el resplandor del sol, contempla como, por arte de magia, ese gorrión se transforma en una mujer. Una mujer de ojitos brillantes. Es esbelta, delicada y se aproxima al hombre con movimientos gráciles, como los aleteos del gorrión. La mujer abraza al hombre y la desafección que había dejado atrás en forma de burbuja se diluye hasta desaparecer en la inmensidad de un cielo azul satinado por las verdes hojas de los árboles.
En ese momento me desperté con una agradable sensación de paz y sosiego.


Las horas y los minutos de manos entrelazadas, de dulces besos, de alegres risas y de cómplices miradas se acumulaban, al principio, llamando tímidamente a la puerta de mi vacío y más tarde con violentos golpes, pero pronto, acuciados por la falta de espacio, la echaron abajo y corrieron a llenar mi vacío. Ya no me importaba que fuera verano. Ya no me importaba acotar con palabras al alma, pues esta había tomado una forma definida y preciosa. Estaba preparado.
Finalmente, en una romántica cena arropados por el cielo nocturno de una adormecida ciudad empezamos a salir. Novia... extraña palabra. Extraña pero reconfortante. Creo que le cogeré el gusto.

Esta vez no me costó dormir, me sentía lleno de caricias, besos y abrazos. De tiernas expectativas.  

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